Ficha del Lugar
El circo está colocado en el cerro de Santa Eladia, un pueblo ficticio de Cantabria. A simple vista puede parecer una carpa normal con rayas blancas y rojas, pero dentro nada es lo que parece. Bajo esa carpa la emoción del público se palpa en el aire. Huele a palomitas recién hechas, serrín y una pizca de magia. El circo de Santa Eladia es un mundo efímero, donde debes estar dispuesto a dejar atrás todos los problemas del día a día. Los artistas se preparan para desafiar a la gravedad en aquel enorme escenario lleno de trapecios colgantes e instrumentos que desafían lo inimaginable.
Relato:
Disfraces y Plumas
La carpa emergió en la llanura cómo si de un espejismo de rayas rojas y blancas se tratara. Aquella noche prometía mucha magia y diversión a quienes se atrevieran a cruzar ese umbral. Fuera de aquella carpa se escuchaba el barullo de los niños y los adultos queriendo entrar a disfrutar de unadosis de diversión. Mientras los artistas se preparaban entre bambalinas, la gente iba ocupando sus butacas guiados por la música y un grupo de acomodadores que les guiaban hasta sus asientos.
La lona vibraba con la energía del público agitado y expectante. Detrás del telón del escenario, los artistas preparaban los últimos retoques. Algunos estiran músculos, otros se retocan el maquillaje y los últimos se persignan en un ritual silencioso antes de salir al escenario.
El señor Rabbit, que era el maestro de ceremonias, observaba cómo la gente se colocaba en las gradas ilusionado por poder disfrutar de una noche más.
De repente el tintineo de las campanillas anunció el comienzo del espectáculo, las luces parpadearon lentamente avisando a los espectadores que debían guardar silencio. La orquesta comenzó a tocar una melodía misteriosa y envolvente.
El maestro de ceremonias observó su reflejo en el espejo, su chaqué negro estaba listo e impecable. Se colocó la chistera negra en su cabeza calva y se alisó los bigotes con los dedos y se dirigió al círculo central.
—¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas!一 proclamó con su voz masculina y melodiosa.
—Bienvenidos a una función que no verán en otros sitios.
Con el silencio de los tambores llegaron los aplausos y griterío de la gente entusiasmada.
Por fin se respiraba otra noche más la magia en el Circo de Santa Eladia. Los reflectores iluminaron el escenario con sus destellos dorados. Él giró sobre sus talones, dando un golpe en el arenoso suelo con el bastón, señalando al final del escenario.
—Esta noche, queridos espectadores, verán cosas inimaginables, cosas que nunca creyeron posibles
El confeti dorado comenzó a caer. Una figura femenina apareció en el escenario. Era Madame Moon, la ilusionista vestida con guantes largos y un vestido ceñido azul ceñido a su cuerpo. Aquella mujer sacó un pañuelo de seda, parecía bailar con vida propia. Con cada giro cambiaba de color dejando al público ensimismado.
Los espectadores contuvieron la respiración al ver cómo ese pequeño pañuelo de seda se convertía en pequeñas mariposas doradas. Los niños intentaron atraparlas pero se les escapaban de sus diminutas manos. Madame Moon sonrió al ver sus inocentes caras.
Con un gesto teatral tomó una varita, señalando hacia el centro del escenario.
La arena del escenario comenzó a temblar y un círculo brillante apareció en el suelo. Segundos más tarde, emergió de él una jaula dorada tapada con una tela negra. El murmullo del público recorrió las gradas mientras la ilusionista liberaba la jaula de aquella tela negra. Un corpulento cuervo de alas azules comenzó a graznar, haciendo que en un primer momento los niños se asustaran.
Poco a poco el ave extendió sus alas de manera magistral y ante la sorprendida mirada de los espectadores, se fue convirtiendo en una figura humana. Cuando por fin los reflectores alumbraron el centro del escenario, el público soltó un grito de sorpresa al ver un hombre vestido con traje de chaqueta de los colores de un cielo estrellado.
Los aplausos y los jadeos de sorpresa no se hicieron mucho de rogar. El hombre saludó con una elegante reverencia y extendió la mano hacia Madame Moon.
— Y esto, queridos espectadores, es solo el comienzo. La magia no ha hecho más que empezar.
El maestro de ceremonias se reunió con sus artistas en el centro del escenario. Los tambores y los aplausos solo eran un presagio de lo que estaba por llegar. De repente dos siluetas aparecieron en las plataformas altas del escenario. Eran los trapecistas, se movían con delicadeza, balanceando sus piernas en el aire.
Al ver que uno de los danzantes del aire no se sujeta a los trapecios, los niños contienen la respiración. Parecía perder el equilibrio pero segundos más tarde, sus manos encontraron las agarraderas. Los aplausos llenaron la lona del gran circo. Los trapecistas, suspendidos en el aire dibujaban figuras imposibles desafiando la gravedad con cada salto y movimiento.
Uno de ellos, una mujer de largos cabellos oscuros, soltó una carcajada antes de dejarse abrazar por el vacío. Tenía la confianza de que su compañero le iba a coger al llegar abajo del todo. El público mantuvo la atención hasta que aquel hombre la cogió de las muñecas y con un movimiento certero la devolvió a los aires otra vez.
Mientras los trapecistas continuaban con su danza aérea, una música de trompetas anunció el siguiente espectáculo.
La magia continuó con un grupo de acróbatas que comenzaron a hacer pirámides humanas, desafiando a la lógica. Los niños no salían de su asombro al ver esos movimientos coordinados. Desde lo alto de una de las pirámides, un joven saltó. Nadie sabía a cuanta altura estaba pero parecía una misión imposible llegar hasta abajo.
El joven se acercó poco a poco al borde y sin mirar atrás, saltó haciendo tres volteretas. Con un giro perfecto acabó en los brazos de su compañero que lo sujetaba con fuerza.
Cuando se despejó el escenario, el señor Rabbit volvió al centro de este. Había cambiado su chaqué negro por uno dorado.
— Damas y caballeros, no dejen sus asientos que aún queda algo más por ver.
Las luces se atenuaron y un silencio sepulcral llenó aquella lona. De entre las sombras del escenario, Madame Moon volvió a reaparecer. Esta vez, sostenía una esfera de cristal que parecía contener una tormenta de pequeño tamaño. Con un gesto fluido lanzó la esfera, haciendo que la arena se levantara como si tuviera vida propia. Las figuras creadas por la arena se movían con movimientos etéreos.
El público aún hipnotizado, no podía creer lo que estaba viendo. El techo de la carpa parecía desvanecerse, dando paso a un cielo estrellado.
El circo de Santa Eladia había cumplido una vez más su promesa: ofrecer un espectáculo inigualable. Aquella noche, cuando los espectadores abandonaron la sala, la magia inundó el ambiente.